Mes de la reforma: Martín Lutero
- Noviembre 1, 2020

Martín Lutero dio sus primeros pasos en el ministerio como un fiel monje agustino. En su etapa monástica luchó con crecientes sentimientos de duda y culpabilidad. Así que buscó en su religión y a sus líderes para que le ayudaran con su culpa. Entonces, se volvió a los sacramentos de la Iglesia, específicamente a la confesión.

Pero la confesión se convirtió en un suplicio para él. Claramente, a su juicio,  no estaba resolviendo su culpa, ni tampoco lo estaban logrando los ayunos.

Sin embargo, el contacto de Martín Lutero con las Sagradas Escrituras le trazó el camino definitivo para salir de su angustia.

Lutero formuló las preguntas correctas: ¿Cómo puedo salvarme siendo Dios justo y yo injusto? y recibió las respuestas correctas. Leyendo el inicio de la Carta a los Romanos el Apóstol Pablo afirma que “en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: ”mas el justo por la fe vivirá”.

Otro punto que inquietaba al reformador era la justicia de Dios, concebida por él como un acto vengador de Dios, que incluso se le hizo repulsiva. No obstante. Lutero comprendió que la justicia de Dios es recibida como un regalo únicamente por medio de la fe en Jesucristo.

Al respecto, Lutero señaló: “Al fin, por la misericordia de Dios, meditando día y noche, presté atención al contexto de las palabras ‘en el evangelio se revela la justicia que proviene de Dios, la cual es por fe de principio a fin, tal como está escrito: ‘El justo vivirá por la fe’’. Allí comencé a comprender que la justicia de Dios es aquello por lo cual el justo vive gracias al don de Dios, es decir, la fe. Y este es el significado: la justicia de Dios es revelada por el evangelio, es decir, la justicia pasiva con la cual el Dios misericordioso nos justifica por fe, como está escrito: ‘El justo vivirá por la fe’. Entonces sentí que había nacido de nuevo por completo y que había entrado al paraíso a través de puertas que estaban abiertas”.

Lutero entendió que la justicia de Dios tenía dos dimensiones. Por un lado se trataba de una cara que exige que los hombres fueran justos y que anunciaba un juicio pero, por otro lado, poseía también un rostro salvífico que actuaba en los seres humanos mediante la fe en Cristo. El descubrimiento de esa doctrina provocó en Lutero un cambio definitivo.

Así fue que Lutero entendió que el hombre pecador no es salvo por sus buenas obras. Más bien, la justicia de Cristo es imputada a los pecadores sólo sobre la base de la fe, Lutero llamó a esto una “justicia ajena”, es decir, no del hombre. Dicha justicia viene de fuera de él y es dada libremente por Dios. Gracias a su entendimiento de esta verdad, la justificación que es solamente por la fe —sola fide— se convirtió en la esencia de la Reforma, es decir, la materia misma del evangelio.

Según el propio Lutero semejante experiencia lo liberó de la ansiedad, del temor del pecado y lo llenó de paz y de sosiego.

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